Mi día más emocionante en La Croisette el año pasado fue definitivamente en el que vi Das Weisse Band.
Fue en el pase de prensa del mediodía, en el que todos parecen estar mucho más atentos [y despiertos] que en el de las 8:30am.
Al concluir, los que estábamos en la sala grande del Palais, le dimos una ovación de pie que ahora no recuerdo cuánto duró, pero lo que sí recuerdo es algo difícil de describir. Fue como una especie de conciencia colectiva que podía casi palparse, la realización de que acabábamos de ver no sólo a la que sería la ganadora de la Palma de Oro, sino de que lo que habíamos visto había sido algo especial, concluyente. Una sensación que con Haneke se repite mucho.
En su cine sucede algo curiosísimo. A pesar de tener la fama de retratar temas escabrosos [que lo hace], Haneke parece mucho más interesado en estudiar dos cosas: los momentos que ocurren antes de la consecución de un acto, y las consecuencias que dicho acto acarrea. Estas situaciones ubicadas en los extremos le atraen mucho más que el acto como tal.
En el cine de Haneke tampoco hay soluciones ni respuestas. Las rechaza de plano. Para Haneke, el cine actual, la narrativa inicio-nudo-desenlace, nos ha condicionado como audiencia a esperar y demandar resoluciones que simplemente no existen.
Su cine también se compone del deseo de ocultar cosas, de la cotidianidad del mal, pero sobre todo, de las relaciones de poder, y la presente es probablemente su más importante discurso sobre este tema, yéndose directo a la raíz, a encontrar el huevo de la serpiente.
Un acto de violencia es la consecuencia de otras mini-acciones, y la historia de Das Weisse Band es en parte sobre la interconexión entre estos eventos: un hombre se quita la vida porque ha perdido su trabajo, lo perdió por un acto de venganza de su hijo, la ira del hijo hacia el padre proviene por la muerte de su madre, pero ¿por qué murió la madre? La respuesta a esa pregunta no es tan importante, su objetivo más bien es ayudarnos a contextualizar el status quo de esta comunidad.
Haneke nos presenta una comunidad en la que el sistema de privilegios es el caldo de cultivo perfecto para desarrollar desde muy temprano un resentimiento, una rebeldía hacia la autoridad.
Nos adentramos en un pueblo en el que diferentes grupos o actitudes de la sociedad son representados por personajes individuales: los puritanos, los campesinos, el pastor, la institutriz, el discapacitado, el señor y señora feudal, madres, padres, intelectuales, pseudo-intelectuales retratados en exquisito blanco y negro, como sacados de un retrato de August Sander.
El escenario pastoral-costumbrista es perfecto para abundar sobre las contradicciones que tanto apasionan a Haneke: por un lado apacible, pero por otro lejano y gélido, un lugar en el que es fácil entregarse a la violencia [tras puertas cerradas, claro, nunca en público] en medio de un clima de supresión, servilismo, miedo y obediencia. La pasividad con la que todos los personajes ven que ocurren los actos más atroces, sólo sirve para que sigan incrementando en frecuencia y sadismo. Como hizo Clouzot en Le Corbeau, una obvia fuente de inspiración para Haneke, estos actos son una respuesta contundente de parte de un grupo que no se deja ver hacia las malas acciones de sus líderes.
Este mismo escenario da la sensación de que Haneke y su narrador [del que hay que decir no es 100% confiable] nos cuentan un relato mitad fábula, mitad historia perdida del Libro de Revelaciones, en el que no hay moraleja.
Esperen, sí la hay…el mal simplemente nace del mal, el libre albedrío y la redención no existen. Los abusados de ahora serán, como autómatas, los abusadores de mañana. La guerra aprendida a librar con el propio cuerpo y las emociones es la misma que se peleará en el campo de batalla dentro de muy poco.
Un doctor ilustrado [presumiblemente judío], un niño que toca la flauta [presumiblemente homosexual] y un niño discapacitado [presumiblemente el único inocente en toda la comunidad] son tres de las principales víctimas de una fuerza al principio invisible, pero que al final tiene, literalmente, caras y voces. Caras y voces que irán, entre muchos otros, tras los grupos representados por estos tres personajes.
A pesar de las comparaciones, por suerte Haneke no es ni Bergman ni Dreyer. Haneke responde el humanismo de esos dos con una misantropía que sobrecoge.
Haneke es de los que piensa que la letra con sangre entra. Los valores que se aprenden e interiorizan desde muy temprano son para siempre.
Pesimista, sí, pero ¿cierto?
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1 comment:
Que bueno tenerte de vuelta. Ojala pueda leerte tus letras mucho más seguido de lo últimamente acostumbrado.
En cuanto a Haneke, una película dificil cuando la vi, fria podría decir, pero que me dejó con la piel de gallina por algunas actitudes de los personajes (sobre todo el ministro) y el final que da la idea de que los niños continuarán (y que provocaron en el tiempo presente de la película pienso yo) el mal que sus padres les heredaron.
El momento cumbre para mi fue ver al pequeño hijo ver incendiarse la casa y al mayor amarrado de la manos en su cama para evitar "la tentación de la carne".
¡Saludos!
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